Las contribuciones de la
psicología a la educación son tales y de tal naturaleza que no es pensable
entender la educación actual sin tener en cuenta las huellas que la psicología
educativa ha ido dejando a lo largo de estos 100 años en los que con aciertos y
errores ha liderado la evolución del proceso educativo dentro de los cauces del
modelo científico, tanto en la investigación como en la práctica escolar. Más
en concreto, y siguiendo los cuatro vectores de la educación, la psicología
educativa no sólo ha convertido la enseñanza en una ciencia, alejándola de
criterios rutinarios más o menos tradicionales o intuitivos, dotándola de
instrumentos y recursos metodológicos científicamente validados, sino que ha
pilotado los pasos de su evolución paradigmática centrada progresivamente en
las habilidades del profesor, en las necesidades específicas del alumno o en
los derechos inalienables de todos ellos como miembros de una sociedad que
tienen un proyecto compartido. Dentro del campo del aprendizaje, la psicología
educativa, después de señalar que el aprendizaje escolar es fundamentalmente un
cambio y no una mera reproducción mecánica de respuestas, ha interpretado ese
cambio como una construcción de significados por parte del alumno que aprende y
ha identificado la cadena de procesos mentales tanto cognitivos como
metacognitivos que el alumno tiene que poner en marcha para culminar esa
construcción, definida hoy por los psicólogos educativos como aprendizaje
autorregulado. Por lo que se refiere al contexto , la psicología educativa ha
sabido incorporar las nuevas corrientes ecológicas y los poderosos instrumentos
tecnológicos para cambiar el escenario de la clase y convertirla en una
comunidad que plantea y resuelve problemas reales conectados con la vida de los
alumnos. Como una consecuencia lógica de los enunciados anteriores, se entiende
que los contenidos de la educación hayan evolucionado tanto impulsados por la
dinámica de la psicología educativa como por la de la propia sociedad del
conocimiento. Temas y términos como comunidad de aprendizaje, educación
inclusiva, metacognición o aprendizaje autorregulado son tan conocidos hoy como
desconocidos hace tan sólo unas décadas.
La amplitud, variedad y
riqueza de los contenidos educativos constituyen hoy una prueba inequívoca del
progreso de la educación, así como del impacto que ha dejado sobre ella la
psicología educativa. Desde un punto de
vista más amplio, la influencia de la psicología educativa sobre la sociedad es
indudable. En pocas etapas de la historia, conceptos psicológicos clave como
inteligencia, aprendizaje, conocimiento, información, han impregnado las capas
de la vida social, (industrial, económica, comercial y familiar) como en las de
ahora. Hasta tal punto esto es verdad que, a partir de la sociedad industrial,
la sociedad ha ido tomando estos conceptos psicológicos para definir la vida y
características de sus ciudadanos (sociedad de la información, sociedad del
conocimiento, sociedad de la inteligencia y sociedad de aprendizaje),
humanizando su envoltura y dando respuestas eficaces a las demandas específicas
solicitadas (coche inteligente, casa inteligente, policía inteligente,
enseñanza inteligente, intervención inteligente).
La tendencia actual es
equiparar la inteligencia con la calidad. Tiene esto muchas ventajas, entre
ellas, que cada vez conocemos mejor los mecanismos del funcionamiento de la
inteligencia y podemos mejorar nuestros sistemas de intervención. Pero también
entraña una gran responsabilidad, la de saber que cuando una actividad
educativa no es inteligente o adecuada, los resultados pueden ser nefastos,
como se ha señalado anteriormente con ocasión del estudio sobre el aprendizaje
de la lectura y la calidad del profesor. A la vista de todas estas
contribuciones de la psicología educativa a la educación y a la sociedad,
cabría preguntarse si existe alguna contribución específica que, de alguna
manera, representara a todas ellas y constituyera por sí misma el rasgo
definitorio de su propia identidad como disciplina. Pues bien, partiendo del
espíritu de los propios fundadores de la psicología educativa, esa contribución
consistiría en adoptar una perspectiva psicológica sobre la naturaleza de los
problemas de la vida y la educación. Esto llevaría a los psicólogos educativos
a hacer particulares tipos de preguntas, a diseñar intervenciones contrastadas
con los resultados previos de la investigación y a usar instrumentos
científicamente validados. El resultado sería ver la educación, y sus in numerables
problemas, con ojos psicológicos, es decir, un enraizamiento profundo en la
psicología como ciencia y un compromiso con la práctica basada en la evidencia
científica (Cameron, 2006). Ahora bien, para asegurar el futuro de la
psicología educativa, y los cambios tan tenazmente conseguidos por ella, así
como el de sus profesionales, padres y profesores, necesitaríamos dos cosas.
Primero, invocar alguna de las grandes ideas que galvanizan la opinión popular
y le transmiten ese fervor colectivo que avala no sólo la calidad de
conocimientos y habilidades profesionales sino, sobre todo, la creencia en su
propia capacidad para intervenir como padres o profesores. Nos estamos
refiriendo al poder mental de nuestras creencias personales (la creencia mental
o “mindset” de Dweck, 2006) y a su derivación popular y política del “yes, we
can”. Si no fortalecemos esa creencia, las incertidumbres volverán a llenar el
campo de la psicología educativa. La segunda cosa que necesitamos es matizar
las direcciones del cambio que conviene dar a la educación. No se trata tanto de cambiar la educación
(términos tan solemnes como poco efectivos a la luz de la experiencia pasada), sino de cambiar el ambiente de aprendizaje
de cada escuela. Ni tampoco se trata de cambiar a los profesores (tan
difícil e ilusorio como cambiar la educación) sino de lograr que los profesores adopten roles diferentes a los que han
adoptado hasta ahora, actuando más como guías que como transmisores en la
difícil y compleja aventura de aprender para profundizar en la formación
del psicólogo educativo ver artículo de Fernández en este mismo número. Camus
dedicó el premio Nobel a su madre (humilde trabajadora en las labores de la
limpieza doméstica) y a su profesor porque, dice, “me introdujeron amorosamente
en el mundo del conocimiento; sin ellos, nunca lo hubiera conseguido”. Ese es
el camino.
Jesús A. Beltrán Llera y
Luz Pérez Sánchez
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